Se acabaron las opciones para Venezuela

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En una conferencia en Miami la semana pasada, Juan Cruz, el director de asuntos del hemisferio occidental del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, encaró al régimen venezolano de Nicolás Maduro.

Cruz citó un fragmento de la Constitución de Venezuela, reescrita durante el mandato de Hugo Chávez, el predecesor de Maduro, en el que dice que el pueblo, “fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos o menoscabe los derechos humanos”. Cruz se estaba dirigiendo al Ejército venezolano, pidiendo a sus miembros honrar su compromiso con la Constitución.

Del mismo modo que cuando Rex Tillerson, entonces secretario de Estado, hizo declaraciones similares en febrero, los críticos de Cruz han dicho que no es prudente que Washington aliente un golpe de Estado en Venezuela.

Pero Cruz solo está refiriéndose a los hechos. Maduro ha podido mantenerse en el poder debido a la violación sistemática de los derechos humanos y del orden constitucional, lo que ha provocado tanto el colapso económico y social del país como una crisis de refugiados que está afectando a todo el continente. Un régimen saturado de corrupción y vínculos con el narcotráfico, cuya represión violenta a las protestas a favor de la democracia en 2014 y 2017 dejaron doscientas personas asesinadas y cientos más heridas, nunca cederá el poder de manera voluntaria.

Más que temer un golpe de Estado, la comunidad internacional debería animar a los venezolanos —incluidos los miembros de las fuerzas armadas— a restaurar la democracia.

Un grupo de venezolanos protestaron a principios de febrero de este año por la falta de abastecimiento de medicinas en Venezuela. Credit Meridith Kohut para The New York Times

El statu quo es inaceptable. Desde el inicio del chavismo, en 1999, Chávez y Maduro cooptaron y destruyeron cortes y asambleas independientes, saquearon las reservas de petróleo y el presupuesto nacional, causaron el colapso de la industria petrolera, destrozaron el sector privado de la economía, asfixiaron el suministro de alimentos y medicinas y causaron un éxodo masivo en el que el diez por ciento de la población ha salido del país.

La Asamblea Nacional —controlada por la oposición—, la Organización de los Estados Americanos (OEA) y el Grupo de Lima —conformado por catorce gobiernos de la región— han condenado este historial atroz.

Donald Trump, el presidente de Estados Unidos, ha denunciado a Maduro y les ha insistido a sus contrapartes en América Latina a tomar más medidas para impulsar un cambio. Pero Estados Unidos no puede liderar tras bambalinas el enfrentamiento a Venezuela, porque esa conjura está controlada por Cuba, financiada por China, armada por Rusia y aprovechada por Irán, Hezbolá y grupos narcoterroristas de Colombia. Si Estados Unidos considera al gobierno de Maduro un régimen ilegítimo y criminal que amenaza la estabilidad regional debería actuar en concordancia.

Aunque el Departamento del Tesoro de Estados Unidos ha aplicado sanciones contra Maduro, el vicepresidente Tareck El Aissami y decenas de otros altos funcionarios implicados en violación a los derechos humanos y corrupción, las sanciones no son un sustituto a un compromiso más frontal.

Mike Pompeo, el secretario de Estado de Estados Unidos, debería darle autoridad a un nuevo grupo de diplomáticos estadounidenses para promover un cambio en Venezuela.

Washington debería romper relaciones diplomáticas con Caracas y reconocer a miembros de la Asamblea Nacional —el organismo legislativo cuyos integrantes son electos democráticamente— como los únicos representantes legítimos del pueblo venezolano.

Estados Unidos debería dar a conocer las investigaciones judiciales que se han hecho por mucho tiempo de El Aissami —quien es sospechoso de tener vínculos con el narcotráfico y con grupos terroristas— y de Diosdado Cabello —uno de los funcionarios más influyentes del régimen venezolano, sospechoso de dirigir un cartel de tráfico de cocaína junto con militares del ejército—. Emitir o revelar acusaciones en ambos casos ayudará a exponer el peligroso narco-Estado en Caracas.

Para acelerar la llegada de una transición, los gobiernos vecinos deberían dar asistencia moral y material a la oposición democrática de Venezuela. Estados Unidos, la OEA y líderes de América Latina del Grupo de Lima deberían apoyar y ratificar la decisión del Tribunal Supremo de Justicia en el exilio —un grupo de juristas designados por la Asamblea Nacional— de suspender a Maduro de la presidencia por cargos de corrupción.

Para asegurar que el poder sea transferido sin demora a las autoridades civiles legítimas, miembros de la Asamblea Nacional deberían establecer un mecanismo para designar a un sucesor interino de Maduro. También los miembros de la Asamblea tendrían que formar un consejo electoral imparcial para organizar elecciones presidenciales libres, justas y con supervisión internacional.

Por último, los líderes democráticos de Venezuela deberían planear la recepción y distribución de ayuda humanitaria y reactivar los servicios sociales del país. Ellos deben crear estrategias para conducir por buen camino la recuperación del sector privado de la economía. Los líderes de la transición también tendrían que echar a andar un esfuerzo internacional para localizar y reclamar los miles de millones de dólares robados por autoridades corruptas al pueblo venezolano.

Si las fuerzas armadas de Venezuela derrocaran mañana a Maduro, es muy posible que los ciudadanos se referirían a ese acto como una misión de rescate y no un golpe de Estado. Incluso al interior del Ejército, me han dicho funcionarios del régimen, no más del 20 por ciento de los soldados —cuyas familias también están sufriendo de hambre y represión— defenderían a Maduro.

El gobierno de Donald Trump tiene una oportunidad excepcional en Venezuela para promover los valores democráticos, defender la seguridad nacional de Estados Unidos y enfrentar el narcotráfico a través de una estrategia que podría complacer a los partidos políticos de Estados Unidos y a gran parte de los países de América Latina. Es un reto muy complicado, pero vale la pena intentarlo.

Roger F. Noriega / New York Times

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