Cuando se estudia que el Estatuto del Tribunal Internacional Militar de Nuremberg fue el primer instrumento en codificar el término “crímenes de lesa humanidad” en 1945, mismo año en que se fundó la Organización de las Naciones Unidas (ONU), se aprende mucho menos sobre las dinámicas mezquinas de los Estados y organizaciones internacionales que con sus tratados y prácticas no quisieron siquiera nombrar los crímenes nazis hasta después de que ocurrieron, y se deja también en segundo plano el hecho de que las múltiples Cumbres y Ligas que precedieron a la actual ONU fueron incapaces de aliar a los gobiernos del mundo contra el plan genocida de Adolfo Hitler hasta después de que su tiranía, circunscrita entre 1933 y 1939 a reprimir solamente al pueblo alemán, haya costado al mundo entero una Segunda Gran Guerra y 60 millones de muertos.
Y es que las dictaduras no se caracterizan solamente por falsear la verdad y tiranizar a las personas dentro de sus territorios, sino que llevan la mentira y las bayonetas al terreno internacional; a veces invadiendo países y corrompiendo democracias vecinas a la vez que demandan respeto por el “principio de no intervención”, y otras veces tratando de cooptar a las organizaciones internacionales a las que pertenecen, a la vez que tratan de deslegitimarlas y de destruirlas desde adentro. Esa ha sido y continúa siendo no solamente la historia de la extinta Liga de las Naciones, de la ONU y su orden jurídico humanitario, sino también la de la Unión Europea y sus convenciones de postguerra, y la de Latinoamérica y la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Durante la Guerra Fría, las instituciones políticas de la OEA miraron de lejos los crímenes de lesa humanidad de las dictaduras anticomunistas de Pinochet en Chile y de Videla en Argentina que estaban bien sentadas en su seno, y dejaron a la autónoma Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) el trabajo “técnico” de documentarlas, con poco apoyo político, hasta el día en que abdicaron los generales. De igual manera, los cuerpos políticos de la OEA continúan siendo tímidos en exponer los crímenes del totalitarismo que sigue en el poder en Cuba, mientras sus órganos, como la CIDH y sus diferentes relatorías, y la propia Secretaría General, continúan soportando los embates de regímenes aliados al cubano, como los de Venezuela, Nicaragua, Bolivia, y, hasta hace poco, Ecuador.
En ese difícil contexto de presiones del Régimen venezolano y sus aliados, y a pesar de la apatía de muchos gobiernos democráticos que prefieren evitarse un pleito con Cuba y Venezuela, el 29 de mayo pasado la Secretaría General de la OEA publicó el informe “Sobre la posible comisión de crímenes de lesa humanidad en Venezuela” en coautoría con un panel de expertos internacionales independientes designados por el propio Secretario General Luis Almagro. El informe tiene más de 400 páginas y documenta los testimonios desgarradores de sobrevivientes de encarcelación y torturas sistemáticas, los de familiares de víctimas de ejecuciones extrajudiciales, además de la confesión de exmiembros de la estructura represiva chavista, para luego concluir que “existe fundamento suficiente para considerar que el régimen de Nicolás Maduro ha cometido crímenes de lesa humanidad en Venezuela”. El informe también sostiene correctamente que corresponde a la Corte Penal Internacional (CPI) de la Haya asumir la competencia de juzgar a Maduro por sus crímenes, ya que, conforme al Artículo 17 del Estatuto de Roma, el Estado venezolano “no está dispuesto a llevar a cabo la investigación o el enjuiciamiento” de este sospechoso en Venezuela.
El documento que ha sido enviado a los 34 Estados Miembros de la OEA y a la propia CPI con el propósito de “contribuir a su labor de investigación” sobre Venezuela, cumple el propósito práctico de servir en bandeja a esta corte con sede en la Haya pruebas cuidadosamente recabadas y muy difíciles de ignorar sobre los peores crímenes de la dictadura latinoamericana más notoria de los últimos años. Sin embargo, su publicación tiene la consecuencia más importante aún de haber establecido, a través de la interpretación correcta de los documentos jurídicos que orientan a la organización, una nueva competencia antidictadura que se suma al poderoso pero a veces poco utilizado arsenal institucional de la OEA.
Hasta el informe de mayo pasado, las competencias prodemocracia, proderechos humanos y antidictadura de la OEA podían resumirse en dos: la muy conocida competencia para investigar, juzgar y condenar a Estados por violaciones de derechos humanos, que se ventila ante las lentas y sobrecargadas Comisión (CIDH) y Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH), y la competencia para “suspender” a los gobiernos autoritarios que hayan provocado “la grave alteración” o la “ruptura del orden democrático” en sus países, la cual corresponde a dos tercios (22) de los Estados Miembros de la OEA congregados en el Consejo Permanente y la Asamblea General.
La primera competencia está enmarcada en el derecho internacional de los derechos humanos, y deriva de los artículos 53 y 106 de la Carta de la OEA de 1948, que crea la CIDH, y los artículos 33 y 52 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969, que establece la Corte IDH. La segunda competencia está enmarcada en el derecho internacional de la democracia y deriva del artículo 9 de la Carta de la OEA y los artículos 3, 4 y 17 al 21 de la Carta Democrática Interamericana de 2001.
Invocando la Carta de la OEA y citando un acuerdo de cooperación entre la OEA y la CPI, la Secretaría General ha encontrado suficiente fundamento jurídico para encarar una tercera competencia en el marco del derecho internacional humanitario: la de documentar y someter casos de crímenes de lesa humanidad tanto al Consejo Permanente como a la CPI. Específicamente, el artículo 110 de la Carta faculta a Almagro a traer a consideración de los Estados Miembros asuntos que puedan “afectar la paz y la seguridad del Continente” mientras que el Acuerdo de Cooperación firmado en 2011 incentiva “el intercambio de información sobre asuntos de interés común” en materias bajo la competencia de la CPI, es decir, genocidio, crímenes de lesa humanidad, y crímenes de guerra. Bajo este fundamento, la Secretaría General fue la anfitriona de cinco audiencias públicas sobre los crímenes de Maduro entre septiembre y noviembre de 2017.
Este informe significa un paso histórico porque representa la primera vez que la Secretaría General facilita la investigación de crímenes de lesa humanidad a cargo de un régimen cuyo gobierno sigue formando parte de la OEA, y la primera vez que una institución lleva adelante este emprendimiento con la finalidad de facilitar que la CPI tome el caso. Esta nueva competencia para situaciones de crímenes de lesa humanidad asumida por el Secretario General Luis Almagro, llena con agilidad el vacío provocado por la lentitud y burocracia de la Comisión y la Corte Interamericana, como el cortoplacismo de muchos gobiernos democráticos que han dejado al Secretario General con poquísimos aliados en su cometido de evitar la impunidad internacional de Nicolás Maduro.
El informe concluye recomendando a los 27 Estados de la OEA que han ratificado también el Estatuto de Roma “a que soliciten [a la Oficina del Fiscal de la CPI] la apertura de una investigación sobre los crímenes de lesa humanidad expuestos en este Informe”, conforme al artículo 14 del Estatuto de Roma. En febrero de 2018, el fiscal ya había anunciado la apertura de un “examen preliminar” sobre Venezuela, de manera que la recomendación de Almagro y el panel de expertos busca que ese examen previo se convierta en una investigación formal de Maduro en la Haya. La Secretaría General de la OEA ha hecho su parte. Corresponde a los países democráticos de Latinoamérica —muchos de los cuales sufrieron décadas bajo dictadores como Maduro— hacer la suya. De lo contrario, pasarán a la historia como encubridores de una de las dictaduras más violentas de las ultimas décadas, inclusive cuando tuvieron la evidencia ante sus propios ojos.
Por Javier El Hage y Nicolás Albertoni
Javier El-Hage es director jurídico de Human Rights Foundation, una organización internacional con sede en Nueva York, y ‘senior fellow’ del Raoul Wallenberg Centre for Human Rights. Twitter: @JavierElHage.
Nicolás Albertoni es doctorando en ciencias políticas y relaciones internacionales de la Universidad del Sur de California e investigador asociado de la Universidad Católica del Uruguay. Twitter: @N_Albertoni.