
La administración Trump ha puesto en marcha un giro de timón en su política de cooperación internacional, planeando desviar 1.800 millones de dólares en fondos de ayuda exterior para financiar iniciativas alineadas con su doctrina ‘America First’ (Estados Unidos Primero).
Este reenfoque estratégico pone en la mira la lucha contra «regímenes marxistas y antiamericanos» en América Latina y el freno a la creciente influencia de China en el hemisferio, según revela un documento oficial enviado al Congreso y consultado por la agencia Reuters.
En la notificación, fechada el 12 de septiembre, el ejecutivo justifica la medida como una necesidad imperativa. «Los intereses de seguridad nacional de Estados Unidos requieren que el país utilice estos fondos de asistencia exterior para enfrentar nuevos desafíos de maneras que hagan al país más seguro, más fuerte y más próspero», argumenta el texto.
Este movimiento representa un cambio fundamental en la diplomacia estadounidense, alejándose de la concepción tradicional de que la asistencia humanitaria, sanitaria y alimentaria constituye un pilar del «poder blando» y la influencia global de Washington.
El plan, reportado inicialmente por The Washington Post, ha encendido las alarmas en el Capitolio, donde la oposición demócrata lo considera un intento de subvertir el control constitucional que ostenta el Congreso sobre el gasto público. El Departamento de Estado, por su parte, no ha emitido comentarios inmediatos al respecto.
De la cooperación al desarrollo a la contención geopolítica
El documento detalla que los 1.800 millones de dólares se destinarán a programas diseñados para «fortalecer el liderazgo global de Estados Unidos», con un énfasis particular en áreas clave de la política exterior de Trump.
Entre los objetivos prioritarios se encuentran la diversificación de las cadenas de suministro de minerales críticos —un sector donde la competencia con China es feroz—, la promoción de inversiones en infraestructura estratégica para contrarrestar la Ruta de la Seda de Pekín y una respuesta directa a lo que la administración define como «la crisis migratoria» en la frontera sur.
Según el documento, en el hemisferio occidental estos 400 millones de dólares apoyarían actividades para poner fin a la inmigración ilegal a Estados Unidos , contrarrestar el dominio de China en minerales críticos e inteligencia artificial y «enfrentar a los regímenes marxistas y antiamericanos de Venezuela, Cuba y Nicaragua».
Aunque el plan tiene un alcance global, su impacto en América Latina es innegable. La reasignación de fondos de programas de desarrollo social y fortalecimiento democrático hacia una agenda de confrontación ideológica y competencia geoestratégica redibuja por completo las prioridades de Washington en la región.
El objetivo ya no es solo fomentar el desarrollo, sino asegurar la lealtad y contener a los adversarios. Un ejemplo de esta nueva visión es la asignación de 400 millones de dólares para proyectos energéticos en Ucrania y, notablemente, para el desarrollo económico en Groenlandia.
Groenlandia y los recursos: un espejo de la estrategia global
El interés explícito de Donald Trump por Groenlandia, un territorio danés semiautónomo, no es casual. La isla, de enorme valor estratégico, es rica en petróleo, gas y minerales de tierras raras, esenciales para la industria de alta tecnología.
Este enfoque en la adquisición de recursos estratégicos es un indicativo de una política exterior cada vez más transaccional, que podría replicarse en las relaciones con los países de América Latina ricos en litio, cobre y otros minerales vitales.
La decisión de destinar fondos previamente autorizados por el poder legislativo para financiar esta nueva agenda geopolítica supone un desafío directo a la separación de poderes. Los críticos argumentan que, más allá del debate sobre la eficacia de la ayuda exterior.
La maniobra administrativa sienta un precedente preocupante al permitir que el Ejecutivo redefina unilateralmente las prioridades de gasto internacional, ignorando el mandato del Congreso y, con ello, la voluntad de los representantes electos.
La era del «poder blando» parece ceder el paso a una diplomacia de poder duro, con consecuencias directas y aún impredecibles para toda América Latina.